Un siglo después: El miedo GABRIEL CHEVALLIER, EL MIEDO (LA PEUR). Editorial El Acantilado, 2009. “El hombre en el combate es un ser en el que el instinto de conservación domina momentáneamente todos los sentimientos. La disciplina tiene por fin domeñar ese instinto mediante un terror mayor”. Este año se conmemora el triste centenario de La Gran Guerra, la que sembró millones de muertos del catorce al dieciocho y que abrió las puertas a las nuevas atrocidades que nos iba a deparar el siglo XX. Gabriel Chevallier, a través de su alter ego, el soldado Jean Dartemond, nos lleva en primera persona al corazón de la guerra en una obra directa, profunda y donde no se escamotean ni las preguntas ni las respuestas sobre su sentido o falta de sentido. Asistimos a su incorporación a filas, su convalecencia en un hospital tras ser herido y a su reincorporación a la primera línea del frente hasta el armisticio. La experiencia autobiográfica le permite al autor retratar ese tiempo convulso. Millones de hombres son llamados a matarse por una patria, una bandera y unos ideales larvados por el orgullo y la codicia de unos cuantos dignatarios iluminados. [1].Ellos fabrican el sentido de la guerra, cargan las armas y disponen los objetivos. Dartemond es uno de los muchos jóvenes atraídos por la llamada de lo sublime que parece estar en juego en la guerra. Los ciudadanos se ven de pronto arrollados por la opinión pública, por las consignas fáciles de la propaganda y, excitados los sentimientos más primitivos, se disponen a entregar su vida por algo que jamás habían siquiera imaginado: Y millones de hombres, por haber creído lo que enseñan los emperadores, los legisladores y los obispos en sus códigos, manuales y catecismos, los historiadores en sus historias, los ministros en la tribuna, los profesores en los colegios y la gente de bien en sus salones, millones de hombres forman rebaños sin cuento que unos pastores con galones conducen al matadero, al son de la música. (…) Si no sabíamos adonde íbamos, ellos, al menos, hubieran tenido que saber adonde conducían a sus naciones. Un hombre tiene derecho a comportarse como un idiota en su propia manera de actuar, pero no respecto a la de los demás. (pág.16) En los albores de la guerra un hombre es linchado en plena calle por no compartir el entusiasmo patriótico de sus conciudadanos, por aberrar de la llamada al matadero de millares de jóvenes enardecidos por las consignas que revisten la guerra de altura moral. Los funcionarios, comerciantes, trabajadores hasta ayer, covertidos en una turba, no dudan en golpear cobardemente a su vecino en una borrachera patriótica sobrevenida, acallando su queja racional a golpes. Su palabra es silenciada, su racionalidad aplastada: Observo cerca de mí a una mujer pálida y bonita, que murmura a su compañero: «Este espectáculo es horrible. Ese pobre hombre ha tenido valor…». El otro le responde: «Un valor de idiota. Uno no puede enfrentarse a la opinión pública». Le digo a Fontan: —Aquí tienes la primera víctima de la guerra que vemos. —Sí —dice él pensativamente—, ¡hay mucho entusiasmo! (pág.17) La escena es sólo el preámbulo de la deshumanización progresiva que se vivirá en el frente y hasta allí nos transporta el autor. En las trincheras el espíritu quedará embotado por lo perentorio de cada minuto y cualquier ilusión romántica se desvanecerá al compás de la lluvia de obuses y el estallido de los morteros. Allí, el gran descubrimiento: el miedo, amo absoluto de las decisiones, disociador de la persona, temible oráculo de las respuestas más inmediatas. El pánico nos acicateó para mover el culo. Salvamos como tigres los cráteres de obuses humeantes, cuyos labios estaban heridos, superamos las llamadas de nuestros hermanos, esas llamadas salidas de las entrañas y que conmovían las nuestras, superamos la compasión, el honor, la vergüenza, ahuyentamos de nosotros todo lo que es sentimiento, todo lo que eleva al hombre, pretenden los moralistas, ¡esos impostores que no saben lo que es estar bajo los bombardeos y exaltan el valor! Fuimos cobardes, a sabiendas, y sin poder ser más que eso. Regía el cuerpo, mandaba el miedo. (pág. 61) La muerte se presenta, palpable y real, para descorrer tozudamente el velo de cualquier ideal: El alba se desprendió finalmente de su encapotamiento de nubes grises y húmedas. Un alba cárdena y silenciosa, que descubría un desierto deslucido y brumoso. Flotaba sobre la tierra un extraño olor, primero dulzón, desalentador, en el que no se tardaba en distinguir las emanaciones más intensas de una podredumbre aún contenida, como una salsa untuosa revela poco a poco lo fuerte de sus especias. (pág. 126) La ilusión que se vivía en la retaguardia y toda la mitología exaltada que se construyó sobre la guerra se vacían en el frente como una cáscara hueca ante la crudeza de la muerte. Levas enteras de jóvenes convertidos en toneladas de cadáveres, en pelotones de heridos y amputados muestran la esencia absurda e inhumana de la guerra. —¿Es esto la guerra? —¿Qué hacemos aquí? —preguntaban los hombres. Nadie lo sabía. No había órdenes. Estábamos abandonados a través de esos terrenos vacíos, poblados de muertos, los unos riendo burlonamente y atenazándonos con la amenaza de sus ojos glaucos, los otros vueltos del otro lado, indiferentes, que parecían decir: «Nosotros ya hemos acabado. ¡Preparaos para morir a vuestra vez!». (pág.132). La nueva forma de combate, con la estabilización de los frentes y la construcción de kilómetros de trincheras y túneles acorazados con sus correspondientes líneas de alambradas, prepara una guerra de desgaste. En estas circunstancias, cada avance militar supone una victoria pírrica pues no altera de forma relevante el mapa del conflicto. Ganar un solo puesto de ametralladoras enemigas significa sacrificar inútilmente un batallón de infantería. Confinados en el barro o en espacios subterráneos claustrofóbicos, a expensas de las inclemencias, las restricciones y los ataques del enemigo, los soldados se desmoralizan esperando absurdamente su turno para morir. Tras lo que acabábamos de ver, no podía subsistir ninguna ilusión. En cuanto un batallón estaba fuera de combate, se hacía avanzar al siguiente para atacar, en el mismo terreno cubierto de nuestros heridos y de nuestros muertos, tras una preparación de artillería insuficiente, que para el enemigo era más bien una señal que una destrucción. La inútil victoria que consistía en ganar un elemento de trinchera alemana se pagaba con una matanza de los nuestros. Mirábamos a los hombres de azul tendidos entre las líneas. Sabíamos que su sacrificio había sido inútil y que el nuestro, que le seguiría, lo sería también. Sabíamos que era absurdo y criminal lanzar a unos hombres contra unas alambradas intactas, que cubrían unas máquinas que escupían cientos de balas por minuto. Sabíamos que unas ametralladoras invisibles esperaban los blancos que seríamos nosotros, una vez salvado el parapeto, y nos abatirían como a animales de caza. Sólo los asaltantes se mostraban al descubierto, y aquéllos a los que atacábamos, parapetados detrás de sus defensas de tierra, nos impedirían llegar hasta ellos, con tal de que tuvieran un poco de sangre fría durante tres minutos. (pág. 140) Los soldados malviven con el presagio y la presencia constante de la muerte y el dolor. En el juego forzoso de la supervivencia sobra la compasión y se impone el cálculo, tal como lo aplican los médicos en sus acciones masivas en los hospitales de campaña. Alli los individuos se disuelven en una masa informe de heridos de mayor o menor gravedad y su destino depende de la capacidad siempre escasa de poder ser atendidos y hacer frente a sus heridas. Los muy graves quedan pronto deshauciados, apartados utilitariamente en la particular antesala de su muerte segura. Los muertos son sólo carne desposeída de vida, de historia e importancia, fardos engorrosos que molestan e interfieren las complicadas maniobras del engranaje militar. Vidas difuminadas, que ya no importan a nadie, simples bajas en combate, heridos y muertos por la patria: Los enfermeros están desbordados. Van de una litera a otra, a vigilar los estertores. Una vez que esos estertores no son más que balbuceos, indicadores de que el moribundo está en puertas de la nada, se saca al hombre que acabará de morir igualmente en el exterior, y llevan a su sitio a otro herido que tiene posibilidades de vivir. La elección no es siempre, sin duda, afortunada, pero los enfermeros lo hacen lo mejor que pueden, y todo en la guerra es una lotería. Se llevan así a nuestro subteniente. Todos los que retiran de aquí están destinados a acabar fiambres, esos desechos del campo de batalla que ya no despiertan la compasión de nadie. Los muertos molestan a los vivos y agotan sus fuerzas. En los períodos agitados se los deja abandonados, hasta que reclaman atención por medio del olor. A los sepultureros les parece que son verdaderamente un número excesivo y se quejan de este incremento de trabajo que les usurpa el derecho a dormir. Todo lo que está muerto es indiferente. Enternecerse sería mostrar debilidad. (pág. 79) ¿Qué es un soldado, pues? Alguien despersonalizado, un grano de arena en el vasto paisaje de la guerra, el combustible que arderá en el altar de las ideas que los que viven alejados del frente construyen para justificar sus galones en la carnicería: Un soldado, grano de inagotable materia prima de los campos de batalla, poco más que un cadáver, ya que está destinado a convertirse en tal por los azares de la gran matanza anónima… ( pág. 95) Precisamente Dartemond se rebela contra la absorción del individuo por la colectividad, bien sea en nombre de una guerra o de cualquier otro ideal capaz de alienarlo. La guerra es sobre todo la muerte anunciada del individuo ya que se basa precisamente en la necesidad de desposeerlo de su mayor tesoro, de aquello que le confiere carácter único e irrepetible, en favor de la disciplina y funcionalidad del ejército. La libertad de pensamiento crítico, el gusto particular, las afinidades y distancias son para nuestro personaje algo irrenunciable, lo que precisamente constituye la esencia de cada hombre concreto, el único que de hecho existe para él. Con este discurso, Chevallier sabe anticipar los atropellos del totalitarismo del siglo XX en todas sus formas: nacionalismo, fascismo y comunismo. —Mi libertad sigue conmigo. Está en mi pensamiento; para mí Shakespeare es una patria y otra es Goethe. Podrá usted cambiarme la etiqueta que llevo en la frente, pero lo que no podrá es cambiar mi cerebro. Gracias a mi cerebro escapo a los destinos, a las promiscuidades, a las obligaciones que toda civilización, toda colectividad, me va a imponer. Yo me hago una patria con mis afinidades, mis preferencias, mis ideas, y esto no es posible arrebatármelo, e incluso puedo difundirlo a mi alrededor. No frecuento, en la vida, a multitudes, sino a individuos. Con cincuenta individuos escogidos en cada nación, tal vez compondría la sociedad capaz de darme las máximas satisfacciones. Mi primer bien soy yo mismo; es preferible exiliarlo que perderlo, cambiar algunas costumbres que anular mis facultades humanas. El hombre no tiene más que una patria, que es la Tierra. (pág. 104) Todos aquellos que aún creen ver en la guerra alguna forma idealizada de dignidad o de grandeza, los que hablan de héroes y de valor desde sus cómodos sillones en sus casas o tal vez en un puesto a salvo en la retaguardia, son cómplices y responsables de la degradación del mundo y de su pérdida irrecuperable de humanidad. Cuando alguna enfermera que atiende a nuestro personaje herido le reprocha su pensamiento libre -políticamente incorrecto, como se diría ahora- éste le contesta: Usted, que podría ser portadora de antorchas a la vez que portadora de seres, no transmitirá a sus hijos más que la vacilante luz que ha recibido, cuya cera chorrea y quema sus dedos. Son estas velas las que han prendido fuego al mundo en vez de iluminarlo. Son estos cirios de ciegos los que de nuevo el día de mañana harán prender las hogueras en las que se consumirán los hijos de sus entrañas. Y su dolor no será más que ceniza, y, en el momento culminante de su sacrificio, ellos lo comprenderán y la maldecirán. También ustedes serán con sus principios, si se presenta la ocasión, unas madres inhumanas. (pág. 106) La muerte no es sólo la extinción física de los combatientes sino también la caída de los ideales de fraternidad y amor entre todos los hombres. Por eso Dartemond puede afirmar: La guerra ha matado también a Dios (pág. 109) Todo el relato se ocupa de distinguir entre lo que se cuece en el campo de batalla y en los salones de los mandatarios o altos cargos militares en la retaguardia. Se viven dos guerras: la real, que mancha de barro y de sangre a los jóvenes destacados en el interior de las trincheras y la que se dibuja en el imaginario de la distancia, que necesita ser simplificada e idealizada para que cobre algún sentido. Salvar el pellejo y salvar la nación pueden resultar en cierto modo incompatibles: A medida que se vuelve hacia la retaguardia, la noción del deber se disocia del riesgo. En los más altos grados se vuelve puramente teórica, puro juego de la inteligencia. Se une a la preocupación por las responsabilidades, la reputación y el avance, confunde el éxito personal con el éxito nacional, que se oponen en el combatiente. Se ejerce tanto contra los subordinados como contra el enemigo. (pág. 146) La guerra es una forma de sumisión obtenida a partir del castigo y la privación constantes. La obedicencia ciega es el resultado final del agotamiento del cuerpo y la dedicación de toda la energía humana a sus necesidades más primarias. Es deshumanización, animalidad, conversión del ser humano en máquina desposeída de voluntad y criterio: Vivo como una bestia, una bestia que está famélica, y que además se siente fatigada. Nunca me he sentido tan embrutecido, tan vacío de pensamientos, y comprendo que la extenuación física, que no deja a las personas tiempo para reflexionar, que las reduce a preocuparse sólo de las necesidades básicas, sea un medio seguro de dominación. Comprendo que los esclavos se sometan tan fácilmente, pues no les quedan ya fuerzas disponibles para la rebelión, imaginación para concebirla y energía para organizaría. Comprendo esa sabiduría de los opresores, que imposibilitan a los que explotan el servirse de su mente, deslomándolos con unas tareas agotadoras. (pág. 167) La distinción entre lo que sucede en la primera línea de la guerra y las consignas que se proclaman en la retaguardia es, pues, uno de los ejes centrales de la obra. La mayoría de las proclamas sobre la heroicidad y el valor patriótico de las acciones militares no tienen ningún eco en el campo de batalla, es más, resultan contradictorias con las penalidades que allí se viven. Un soldado se encuentra atrapado entre las órdenes de avanzar y la resistencia del enemigo que tambien debe avanzar. El soldado boche se halla en la misma absurda situación paralizante. Ambos seres humanos comparten destino más allá del desgraciado papel que les ha tocado representar en el escenario de la guerra: Los de la vanguardia son unos primos. Lo sospechan. Pero su impotencia para pensar largamente, su costumbre de ser multitud y de seguir, los mantiene aquí. El hombre de la aspillera está atrapado entre dos fuerzas. Enfrente, el ejército enemigo. Detrás de él, la cortina de fuegos de los gendarmes, el encadenamiento de las jerarquías y de las ambiciones, sostenidos por el empuje moral del país, que vive con un concepto de la guerra de un siglo atrás y que exclama: «¡Hasta el final!». Del otro lado, la retaguardia responde: «Nach París!». Entre estas dos fuerzas, el soldado, tanto francés como alemán, no puede avanzar ni retroceder. Por eso, ese grito que se eleva a veces de las trincheras alemanas, «Kamerad Franzose!», es probablemente sincero. (pág. 208) A todos los que enardecen a los soldados justificando sus acciones, sus heridas y hasta su muerte, a todos aquellos que le dan sentido moral a la guerra, Chevallier les recuerda: Sólo hay grandeza frente a la muerte. El hombre que no se ha sondeado hasta el fondo de las entrañas, que no se ha enfrentado a ser despedazado por un obús que se le viene encima, no puede hablar de grandeza. (pág. 252) Por todo ello, una visión panorámica de la guerra permite al autor establecer una conclusión demoledora: Voy a hacerte el balance de la guerra: cincuenta grandes hombres en los manuales de Historia, millones de muertos de los que ya ni se hablará, y mil millonarios que dictarán las leyes. Una vida de soldado viene a suponer en torno a unos cincuenta francos para el bolsillo de un gran industrial de Londres, de París, de Berlín, de Nueva York, de Viena o de cualquier otra parte. ¿Vas entendiendo? (pág. 253) El hombre convertido en carne de cañón, ofrecidos su cuerpo y su libertad al sacrificio, desvela al final la inexistencia de algo que pueda justificar la guerra y con ello desengaña a todos los que ingenua o interesadamente querían reconocer valores elevados en ella. Aquello que pomposamente llaman heroísmo no es otra cosa que el efecto catapultador del miedo, sumado a la obediencia ciega y al afán de sobrevivir: Durante años, perdido ya nuestro valor y sin que nos animase ninguna otra convicción, se ha pretendido hacer de nosotros unos héroes. Pero nosotros éramos muy conscientes de que héroe quería decir víctima. Durante años se ha exigido de nosotros la gran aceptación que ninguna fuerza moral es capaz de repetir continuamente, a cada hora. Es verdad que muchos han aceptado su muerte, una o diez veces, con determinación, para poner fin a esto. Pero cada vez que veíamos que seguíamos con vida, tras haberla ofrendado como un don, nos sentíamos más acorralados que antes. (pág. 255) El autor nos ha llevado a lo esencial de la experiencia bélica. Un hombre es lanzado a una realidad opuesta radicalmente a lo que se habla de ella en los periódicos o se comenta en los salones. Nada de poesía ni de moral. El único aprendizaje radical en la guerra es el de sentir miedo y reaccionar ante él con los medios a mano en cada situación. Miedo por lo que se ha perdido y quizás nunca se pueda recuperar, por lo que vemos padecer en los otros y en la propia carne, miedo que anticipa un destino fatal. Cuando Chevallier expuso sin tapujos la llaga de la guerra, esto es, que el soldado siente un miedo atroz y que sus acciones no son movidas por el convencimiento sino solamente por el embotamiento de la voluntad, la presión de la disciplina o el resorte instintivo del miedo, derrumbó el mito y la grandeza de los valores de la misma. La reacción de la opinión pública fue una condena sin paliativos. ¡Cómo admitir que un bravo muchacho francés no luche conscientemente impulsado por lo más sagrado, por su país, sus instituciones y tradición! La ciudadana bienpensante que calmaba su conciencia diciendo “nuestros nobles y valientes soldados” incurría en un pleonasmo que no necesitaba de justificación ni mayor reflexión. Los que no iban a la guerra tenían así algo que admirar y por lo que emocionarse a la vez que podían conferir sentido a tanto dolor. Cualquier otro pensamiento era una herejía. Chevallier fue un hereje hostigado por antipatriota pero hoy en día su obra se inscribe como un clásico en la tradición de la literatura antibélica mundial[2]. Sus reflexiones nos llevan a despreciar la guerra por ser la sentina de los intereses de los poderosos, la coartada de los hipócritas y el cementerio de los inocentes. Los muertos no hablan, ni desfilan. Sin embargo Chevallier, como superviviente del horror de la guerra, les concede voz y con ella nos recuerda lo que llegaron a sentir tantos jóvenes sumergidos en el barro, amenazados por los obuses y proyectiles bajo un ruido infernal, infestados de piojos, extenuados por el frío y los cólicos, con esquirlas de metal clavadas en su carne, rodeados de otros cadáveres que les precedieron en aquella orgía de sangre y destrucción. Tal es el paisaje del miedo. Javier Hernández. Profesor de Filosofía. [1] Sobre el entusiasmo patriótico en los primeros momentos de la guerra, ver el capítulo “Las primeras horas de la guerra de 1914” en el magnífico libro de Stefan Zweig El mundo de ayer: “Miles, cientos de miles de hombres sentían como nunca lo que más les hubiera valido sentir en tiempos de paz: que formaban un todo. Una ciudad de dos millones y un país de casi cincuenta sentían en aquel momento que participaban en la Historia Universal, que vivían una hora irrepetible y que todos estaban llamados a arrojar su insignificante «yo» dentro de aquella masa ardiente para purificarse de todo egoísmo. Por unos momentos todas las diferencias de posición, lengua, raza y religión se vieron anegadas por el torrencial sentimiento de fraternidad. Los extraños se hablaban por la calle, personas que durante años se habían evitado entre sí ahora se daban la mano, por doquier se veían rostros animados. Todos los individuos experimentaron una intensificación de su yo, ya no eran los seres aislados de antes, sino que se sentían parte de la masa, eran pueblo, y su «yo», que de ordinario pasaba inadvertido, adquiría un sentido ahora.” (…) “Quizás esas fuerzas oscuras también tuvieran algo que ver con la frenética embriaguez en la que todo se había mezclado, espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos: la inquietante embriaguez de millones de seres, difícil de describir con palabras, que por un momento dio un fuerte impulso, casi arrebatador, al mayor crimen de nuestra época.” [2].De tal tradición me atrevo modestamente a recomendar al lector las obras La roja insignia del valor de Stefan Crane, Sin novedad en el frente de Erich Marie Remarque, Matadero cinco de Kurt Vonnegut y Guerra y Paz, de Leon Tolstoi. 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