Un día sin móvil Este mundo moderno en el que vivimos está sustentado por un único pilar: la tecnología. Y cada segundo que pasa este pilar va aumentando su tamaño. En la cumbre de éste se encuentran los móviles que, para quien no lo sepa, son esos cacharros que están adheridos con pegamento invisible a las manos de las personas. Y yo, como acto de valentía y un poco de rebeldía, y con toda mi fuerza de voluntad, decidí estar un día sin móvil. La noche anterior al que pensaba que iba a ser un doloroso día, guardé mi amado tesoro digital en el cajón de mi mesita y al no poder escuchar música, ni tuitear, ni chatear con nadie, pronto me quedé dormida. Y así, como quien no quiere la cosa, amaneció un sábado soleado, perfecto para dar un paseo. Me puse en pie y la mirada se me desvió al cajón, me atraía una fuerza cautivadora, pero a diferencia de Oscar Wilde, no fui arrastrada por la tentación. Me dirigí a un paso ligero, casi acelerado, hacia la cocina e intenté pensar en otras cosas. Me intenté preparar un desayuno exquisito, pero como no podía mirar la receta exacta en el móvil, me salió algo incomestible y desaborido. Pese a tener el estómago vacío, salí emocionada de casa y me dirigí hacia el centro de la ciudad con la intención de reunirme con unos amigos en un bar-café. La cosa no tenía muy buena pinta: me sentía un bicho raro porque todo el mundo, sentado o de pie, estaba con un aparato electrónico, todo el mundo menos yo. No lo pasé mal, pero dentro de mí se revolvía una incomodidad. Bajé del metro en la línea verde, parada Diagonal. Mi primer obstáculo verdadero fue que no sabía que salida tomar. Escogí la que tenía el nombre más bonito y, ya afuera, aturdida con el ruido de los coches, las masas de turistas y un calor que me hizo sudar la gota gorda, no sabía qué dirección seguir. En ese momento, tuve un acto reflejo: busqué desesperada por todos los bolsillos mi móvil. Segundos después caí en la cuenta de que no lo llevaba y de que no iba a poder consultar Google Maps. Entonces, medio desesperada, tuve una revelación: decidí utilizar lo que se podría clasificar como una buena App, preguntar a la gente que pasaba por allí. Me acerqué a un hombre menudo, con camisa de cuadros y unas gafas que le daban un aire de intelectual, y me respondió con un tono muy encantador y me indicó perfectamente el trayecto. Ya emprendido el camino, por culpa de mi memoria de pez en la mitad del recorrido tuve que volver a preguntar porque ya se me habían olvidado las indicaciones. Me sorprendió no solo que la gente me contestara, sino que aún encima fuera amable. Al fin llegué a La Granja y vi a mis amigos, que llevaban un buen rato esperándome. “Te hemos enviado la ubicación por WhatsApp” me dijeron. Me enfureció levemente y no hice ningún comentario al respecto. Me lo podían haber dicho antes de que me desconectara. Entablaron una conversación, pero yo solo podía pensar en mi móvil. Como estaba aburrida decidí prestar atención al tema y me empecé a interesar por las palabras que salían de sus bocas, los gestos que hacían con sus manos y las sonrisas que iban apareciendo en sus caras. Me uní y tanto mi cerebro como mi voz gozaron de una profundidad que hace tiempo que no sentía. Me hicieron recordar una experiencia olvidada: el contacto humano. Poco después de la una del mediodía, mis acompañantes tuvieron que marcharse, pero yo no estaba dispuesta a no disfrutar de esa sensación por unas horas más. En la mesa de al lado, había una chica de una edad similar a la mía, y me dispuse a hablar con ella. No tenía nada que perder. Supongo que le caí bien y le pareció interesante lo que le explicaba, ya que me invitó a comer con un par de amigos suyos. Fue un rato muy agradable, con conversaciones intensas y un disfrute colectivo. Conseguí evadirme de tal manera que ni siquiera se me pasó por la cabeza pedirles ni su número de WhatsApp ni su nombre de Twitter, Snapchat, Instagram o Facebook. Quedamos en reunirnos como mínimo dos veces al mes para interactuar y debatir sobre un gran abanico de temas. De vuelta a casa, en el metro, me percaté de que mi perspectiva había cambiado: las personas que estaban con algún aparato eran ahora una especie de marginados, y yo que estaba pensativa, reflexionando, me sentía natural, sencilla, libre. Una vez en casa, después de esta transcendental jornada, no encontré a nadie con quien comentarlo. Había una nota en la mesa de la entrada que decía: “Carlota, Mario ha ido a pasar la tarde a casa de Óscar y se quedará a dormir allí. Como no sabíamos si ibas a volver pronto o tarde, el papa y yo hemos salido a dar una vuelta, pero volveremos para cenar. Besos”. Esto significaba que iba a tener la casa para mi uso y disfrute personal como mínimo durante tres horas. Había un silenció digital, no estaba ni el sonido de la televisión, ni las vibraciones del móvil con cada entrada de mensajes, ni el ordenador trabajando, ni el teléfono de mi padre sonando sin parar, ni nada. Como había sudado decidí darme una ducha, pero ya que llevaba un día en el que hacía cosas a las que me había desacostumbrado, pensé que era mejor idea darme un baño de burbujas. Mientras se llenaba la bañera, traje al baño un radiocasete con un disco de Michael Bublé en su interior. Para aprovechar el agua, es decir, para que el rato que estuviera bañándome fuera ameno y relajante, decidí empezar a leer un libro. Aparte de los obligatorios que me mandaban de deberes, no solía leer mucho. Prefería (y prefiero) las buenas películas. Me dirigí al estudio, donde tenemos una gran librería, que nunca me había parado a mirar con detenimiento. Me sentí como una hormiga ante aquella inmensa cantidad de libros. Por lo menos había 300. No podía leerme la contraportada de todos y escoger el que más me gustara. Preferí guiarme por el sentimiento que sus títulos producían en mí. Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, me llamó la atención. Me sonaba de algo. Quizá había recibido algún premio. Por alguna extraña razón me sabía el comienzo. La bañera ya estaba llena. Me metí dentro, pulsé el Play del radiocasete y empecé la lectura. El libro me absorbió, no podía parar de leer. El agua cada vez estaba más fría pero los problemas entre las familias Buendía e Iguarán eran más importantes. A las nueve y media, entre risas y parloteos, llegaron mis padres. Cenamos en la cocina y explicamos cómo nos había ido el día a cada uno. Se pensaron que les estaba gastando una broma cuando les dije que llevaba casi un día sin mirar el móvil. Se lo juré y se lo volví a jurar, pero no acabaron de creérselo. Recogimos la mesa y me fui a dormir. Estirada en la cama, boca arriba, con solo una mini-lamparita encendida, me puse a meditar. Una de las conclusiones que saqué fue que la misma sociedad que me indujo a algo más que aficionarme al móvil, había roto todos mis esquemas. Pero esta sensación, por muy placentera que fuera, no podía conseguir que yo dejara de utilizar mi estimado móvil. Abrí el cajón, ahí estaba, frío, inerte, sin vida. Tocaba ponerlo en funcionamiento de nuevo pero, podía esperar hasta la mañana siguiente. Quería prolongar unas horas más esa sensación de conexión, de felicidad, de libertad. Carlota Ontangas, 4t ESO Leave a Reply Cancel ReplyYour email address will not be published.CommentName* Email* Website Desa el meu nom, correu electrònic i lloc web en aquest navegador per a la pròxima vegada que comenti.