Superficiales: los efectos de internet NICHOLAS CARR: SUPERFICIALES. ¿QUÉ ESTÁ HACIENDO INTERNET CON NUESTRAS MENTES? “Un polemista podría decirlo de manera más enfática: cuanto más inteligente sea el ordenador, más tonto será el usuario”. Nicholas Carr, Superficiales. Quizás, tal como el propio autor sugiere en su prólogo, este ensayo no sea otra cosa que una apostilla a la lapidaria (y premonitoria) sentencia del teórico de la comunicación Marshall McLuhan: el medio es el mensaje. Toda tecnología, desde la técnica manuscrita y la imprenta hasta la revolución digital actual, implica un cambio en nuestro modo de procesar la información. Se trata de advertir que el instrumento tecnológico en uso condiciona el producto conceptual que ofrece pero, y ahí está lo remarcable, sobre todo nuestros patrones de percepción y conocimiento, esto es, nuestro cerebro. Mientras maldigerimos la revolución que estamos viviendo, mantenemos debates que van desde la visión entusiasta de la red como sueño de liberación y comunicación global hasta las posiciones más escépticas que subrayan la degradación de la cultura tradicional y la superficialidad de los nuevos contenidos en la red. Polarizamos las opiniones acusando de trasnochados fósiles y neoludistas a los prevenidos a la vez que se acusa a los fervientes defensores de la red de filisteos optimistas. En cualquier caso no es raro mantener ingenuamente una visión inocua de la tecnología, una versión simple y confortable para nuestra conciencia que la entiende como algo que dominamos a cada paso que se da. Sin embargo, tal como subrayaba McLuhan, la pretensión de que el medio es neutro, transparente, es una mera ilusión: “Nuestra respuesta convencional a todos los medios, en especial la idea de que lo que cuenta es cómo se los usa, es la postura adormecida del idiota tecnológico”. El contenido de un medio es sólo –recuerda McLuhan- “el jugoso trozo de carne que lleva el ladrón para distraer al perro guardián de la mente”. La tesis de Carr es fácil de formular: lo que se está llevando por delante la revolución de internet es el pensamiento lineal y discursivo, concentrado y reflexivo, propio de la cultura del libro, en favor de un modo de pensar basado en el estallido de información fragmentado, segmentado, inmediato y disperso. El nativo digital apenas podrá leer un largo artículo y menos aún un libro entero. Su mente se ha conformado con la nueva tecnología y su cerebro ha desaprendido a funcionar con el patrón lineal. Ni más ni menos. La primera evidencia de que esto es así viene dada por el conocimiento que tenemos hoy en dia de la plasticidad cerebral. Nuestro cerebro ya no puede entenderse como un artefacto que madura hasta obtener una constitución inamovible que sólo puede degradarse con el paso del tiempo. La neurociencia y sus hallazgos contemporáneos (experimentos de Kandel, Taub, Pascual Leone, Ramachandran, etc.), nos indican que hay que concebirlo más bien como un órgano altamente flexible y adaptable a las circunstancias ambientales y a los propios aprendizajes. La vida es el escenario de constante modulación del cerebro en función de nuestro ejercicio, hábitos y experiencias. La historia de nuestra tecnología es la historia de la evolución cerebral. El desarrollo de la cartografía, el alfabeto fonético y la transición a la cultura escrita, y el reloj mecánico son interesantes ejemplos que el autor propone para mostrar cómo estas herramientas intelectuales modificaron de forma profunda el horizonte de ideas y el marco conceptual de nuestra civilización hasta transformarla por completo. Con ellas se confirma a su vez la tesis determinista que sugiere que “el progreso tiene su propia lógica, y que ésta no siempre es coherente con las intenciones y deseos de los fabricantes y usuarios de la herramienta”. El poder transformador de un invento crucial no es a menudo advertido por sus creadores, limitados la voluntad de satisfacer una necesidad práctica más o menos inmediata: “La ética intelectual de una tecnología rara vez es reconocida por sus inventores”. Merece especial mención el capítulo dedicado a las consecuencias de todo tipo que conllevó la transición de la cultura oral a la cultura literaria, especialmente a partir del siglo XIII con la supresión de la escriptura continua y por supuesto con la aparición de la imprenta de Gutemberg a mediados del XV. Leer linealmente supuso una reorganización del cerebro y un enorme enriquecimiento de nuestras posibilidades humanas: concentración en largos períodos de flujo discursivo en profundidad, abstracción respecto del ambiente, fusión con el contenido, estimulación de imágenes y ampliación de la autoconciencia, proyecciones y analogías innovadoras, capacidad de crítica y creatividad crecientes, etc. El cerebro literario había sido creado, un cerebro que “piensa profundamente, porque lee profundamente”. Carr observa que “leer un libro sería un acto de meditación, pero no suponía un aclarado de la mente. Se trataba de un rellenado, un incremento, de la mente. Los lectores desatendían el flujo externo de estímulos para comprometerse más profundamente con un flujo interior de palabras, ideas y emociones. Ésta fue y sigue siendo la esencia del proceso mental único que implica la lectura profunda. Fue la tecnología del libro la que operó esta “extraña anomalía” en nuestra historia psicológica. El cerebro del lector de libros era más que un cerebro para leer y escribir. Era un cerebro literario.” Internet ha cambiado en pocos años este paisaje en nuestras vidas. El nuevo medio ha tiranizado y doblegado a todos los medios preexistentes. Todos han sido absorbidos y reconvertidos al nuevo formato digital. Los que no lo han consentido, han simplemente desaparecido. Los medios supervivientes (libros, revistas, prensa) han mimetizado su formato respecto a lo que ofrece la red. Así, se imponen los contenidos fragmentarios con mucho material gráfico, viñetas, bocadillos, elementos de diseño dinámico, con sólo titulares sin desarrollos lineales extensos, con cuerpos diferenciados de tipos y temas, etc. Una buena muestra física de lo que está ocurriendo la ofrecen las bibliotecas públicas, repletas de servicios digitales y ordenadores en lugares preeminentes para sus nuevos y multifuncionales usuarios, desplazando los libros y materiales escritos a lugares extremos o marginales. Aunque el libro impreso tiene todavía un futuro a medio plazo y podrá convivir con el libro electrónico, la sustitución será inevitable. La pregunta que se formula, más que en relación al formato en sí, se dirige a determinar si el modo de leer cambiará con la implementación de este soporte. Más allá de buenos deseos parece que hay que aceptar que sí. Cambiará la lectura hacia el picoteo, se alterará el propio lenguaje al adaptarse a las expectativas de lectores y editores, se simplificarán y estereotiparán los estilos para conseguir simplicidad. El libro se convertirá en un medio social, con continua interacción, como una suerte de “deporte de equipo” con bandos y pertenencias gregarias donde se buscará más la sensación de pertenencia que la propia ilustración. “La escritura se convertirá en una forma de registrar banales chácharas”. La lectura en silencio será minoritaria, elitista y quizás marginada. El libro se habrá incrustado –tal como señala muy descriptivamente Carr- en “las tecnologías propias de la ecología de la interrupción: las de la informática”, esto es, sometiendo al lector-actor en el “estado de distracción permanente que define la vida online”. Tal estado convierte al lector tradicional en una especie de nuevo malabarista. ¿Qué ocurre en el cerebro de este malabarista? Su cerebro ha cambiado. En síntesis, Carr señala que “cuando nos conectamos a la Red, entramos en un entorno que fomenta la lectura somera, un pensamiento apresurado y distraído, un pensamiento superficial”. En un jugoso capítulo se justifica tal afirmación con aportaciones de experimentos científicos muy relevantes. El cerebro online, el que se mueve en la multitarea, sobrecarga la memoria de trabajo y pasa de ser un lector concentrado y en calma a ser una mente en ebullición. Los mecanismos de transferencia a la memoria a largo plazo (MLP), esto es, al entendimiento y comprensión profundos, se ven obstaculizados por la constante división de la atención. Al aumentar la carga cognitiva (con hipertextos y elementos ajenos a la propia lectura), se paga el peaje de una menor comprensión y recuerdo. Estos efectos deberían ser valorados sin duda en el ámbito de la enseñanza donde, al llegar la implementación de los medios informáticos, se pensó ingenuamente que cuanto más imputs, mejor. Hoy podemos dudar razonablemente de esta expectativa ilusionada. La web es un sistema de interrupción que acarrea a nuestro cerebro unos costes de conmutación, una necesidad constante de reorientación al saltar de tarea en tarea, de medio a medio. Podemos llegar a decir que las páginas web no se leen propiamente, se rastrean muy selectivamente a la caza de palabras clave, titulares, resúmenes. Es la nueva forma de leer que nos hace más eficientes exploradores pero a la vez más superficiales. Como el propio Carr afirma “estamos evolucionando de ser cultivadores de conocimiento personal a cazadores recolectores en un bosque de datos electrónicos”. Las posibles ganancias en términos de inteligencia videoespacial asociadas a la vida online tienen la cara siniestra de la pérdida del pensamiento profundo, base de la reflexión crítica y de la adquisición consciente del conocimiento. Una de las falacias más cacareadas por los defensores acérrimos de la digitalización es la que imagina la memoria como un almacén que puede externalizarse. La idea de que la presencia de datos en la red haría irrelevante y hasta inútil la memorización permitiendo que la mente se liberara de tal servidumbre implica un gran desconocimiento de lo que hoy sabemos sobre la memoria y su papel en la lectura y el pensamiento. Como dijo Willliam James, “el arte de recordar es el arte de pensar”. Carr, apoyado en los últimos descubrimientos de la neurociencia y la fisiología del cerebro, da cuenta del fenómeno de la consolidación de los recuerdos en la MLP. En síntesis, lo que se demuestra es que en él no sólo se refuerzan sinapsis, sino que se crean de nuevas, esto es, hay cambios bioquímicos pero también anatómicos, además de genéticos. A la vez, sabemos de la importancia creciente del hipocampo como director de orquesta del recuerdo y su estabilización, en su conversación constante con la corteza cerebral. El proceso de la memoria humana, reactualizándose constantemente, no se parece en nada al almacén binario y estático de la informática. El acto de recordar –indica la psicóloga clínica S. Crowell- “parece modificar el cerebro de tal manera que facilita el aprendizaje de nuevas ideas y habilidades en el futuro”. Así, almacenar nuevos recuerdos en la MLP supone ampliar y fortalecer nuestros poderes mentales. Utilizar el depositorio de recuerdos de internet como mecanismo habitual de evocación supondría por el contrario una auténtica limitación y vaciado de tales poderes. La sobrepresión impuesta a la memoria de trabajo menguaría recursos de procesos superiores y obstruiría la consolidación de esquemas a largo plazo. En último término, el bombardeo simultáneo de datos, además de sobrecargar la memoria de trabajo, dificulta que los lóbulos frontales concentren su atención en una sola tarea, impidiendo el inicio del proceso de consolidación. En la medida que nuestro cerebro es, tal como hemos dicho, plástico y maleable, con el entrenamiento sostenido en este tipo de acción multifunción que implica la Web, se generará un cerebro gestor eficiente de información, pero sin atención sostenida e inepto para el recuerdo. Ello supondrá una aún mayor dependencia de la memoria artificial de la Web mientras nos convertimos progresivamente en pensadores superficiales. La memoria individual es más que una representación distintiva del yo, es el núcleo de la transmisión cultural. En cada mente humana se reproduce de algún modo la historia común de la civilización y por ello es algo más que ese macroalmacén de información del mundo que nos propone Google. “Es más de lo que se puede reducir a código binario y subir a la Red. Para seguir siendo fundamental, la cultura debe seguir renovándose en las mentes de los miembros de cada generación”. Aviso a pedagogos novedosos. Nuestra transferencia de capacidades a las máquinas ha llevado pareja una implicación emocional enorme de modo que nuestra vida social e intelectual acaba reflejando la forma que el ordenador les impone. La vida “a través de una pantalla” puede acabar significando el sacrificio de aquello que nos hace más humanos. Carr alerta sobre ese destino alentándonos para tener conciencia y valentía para negarnos a delegar en las computadoras aquello que requiere sabiduría. Todas las tecnologías han implicado un lazo bidireccional con el hombre. Ellas se convierten en extensiones de nuestras potencias pero nosotros nos convertimos también en extensiones de ellas. A mayor uso, más nos amoldamos a su forma y función. Programamos nuestros ordenadores y ellos nos programan a nosotros. Junto con las ganancias de su poder asumimos inevitablemente un peaje de alienación, un efecto adormecedor al que el propio McLuhan llamó autoamputación: “no debemos permitir que las glorias de la tecnología nos cieguen ante la posibilidad de que hayamos adormecido una parte esencial de nuestro ser.” Cuando el cerebro se ve desbordado por la superestimulación online, podemos llegar a perder capacidad de aprender y de crear estructuras estables, tal como demuestran experimentos actuales citados en el libro. Además, lo cómodo, útil y amigable de nuestras aplicaciones informáticas nos acaba desarmando de estrategia y planificación en la solución de problemas. Nuestras consultas a la Web acaban más por dar en la opinión dominante que en aspectos marginales puesto que desaparecen literalmente opciones por la acción de los algoritmos personalizados en los filtros de búsqueda. Con ello se estrecha el caudal científico y la erudición en lugar de ampliarse (ver el anterior artículo sobre el libro El filtro burbuja). La facilidad no siempre es compatible con la ampliación del saber. Los nuevos rituales del pensamiento humano, tamizados por la acción de la tecnología digital (y sus grandes empresas) acaban llevándonos a una situación en la que podemos decir que vivimos y actuamos cada vez más según un guión ajeno. Un guión de frenesí y bombardeo de información que destierra para siempre nuestra capacidad de reflexión, ensimismamiento y contemplación. Si a algún lector le ha costado llegar hasta este último párrafo quizás vea confirmado lo que en este artículo se advierte. Si por otro lado considera que todo lo dicho no deja de ser puro alarmismo tal vez sus prejuicios sean más sólidos de lo que está dispuesto a admitir. Si por el contrario, advierte los potenciales peligros de sobreexposición a la red, no dudará en dar un largo paseo tranquilo, no sin antes dejar su móvil en casa. Javier Hernández, profesor de Filosofía. Leave a Reply Cancel ReplyYour email address will not be published.CommentName* Email* Website Desa el meu nom, correu electrònic i lloc web en aquest navegador per a la pròxima vegada que comenti.