“Un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios”

Había oído hablar de que en la televisión, aparte de las personas tan sustanciales como Belén Esteban y sus grandes proezas, se podían ver programas instructivos y documentales interesantes. Atónita, quise comprobarlo, y vaya que si lo hice. Tuve ante mí, durante aproximadamente una hora, una muestra de los límites del ser humano  para conseguir lo que se propone, en este caso, crear un consumismo de masas imparable. Mientras que éste es el objetivo de las empresas y los fabricantes, los consumidores nos preguntamos por qué pese a los avances tecnológicos, los productos de consumo duran cada vez menos. Todo empezó en los años 20, cuando los fabricantes empezaron a reducir la vida de los productos para aumentar las vendas. El producto iniciador de esta obsolescencia programada fue la bombilla. Las primeras que se fabricaron podían aguantar los 100 años de duración, pero en 1924, varios caballeros trajeados no tardaron en reunirse para crear el primer cártel ecuménico. El objetivo principal era repartirse el pastel del mercado mundial controlando la producción de bombillas y, sobre todo, al consumidor. Si las bombillas duraban mucho significaría una desventaja económica, y ellos lo que querían era que la gente las comprara con regularidad. Así que se creó un Comité para reducir técnicamente la vida útil de las bombillas a 1000 horas, y si no se cumplía esta imposición, los fabricantes eran multados severamente.

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Plantearse la posibilidad de gastar tanto material era admisible ya que por entonces la sostenibilidad era menos importante porque no veían que el planeta disponía de recursos finitos. Lo importante es que esa idea como institución sigue existiendo. La libertad y felicidad a través del consumo ilimitado es el estilo de vida americano que sentó las bases del consumo actual; vivimos en una sociedad hiperestimulada cuya lógica no es crecer para satisfacer las necesidades, sino crecer por crecer. Lo peor es que sin la obsolescencia programada desaparecería todo aquello que actualmente necesitamos para desahogarnos del día a día; no existirían los centros comerciales, ni los productos, ni nuevos diseños, ni siquiera la industria. De esta manera, manipulan los objetos cotidianos más utilizados; bombillas, neveras, coches, impresoras… En estas últimas lo consiguen colocando un chip dentro de la impresora, donde se guarda el recuento de impresiones y cuando se llega a un número determinado, la impresora se bloquea y deja de imprimir. El problema real y escalofriante es que las diseñan para que fallen. Lo mismo ocurría con los iPod, cuya batería de litio se diseñó, desde el principio, para tener una vida corta. Cuando Apple llevaba dos años en el mercado, su política, hasta que fue denunciada, era decir a sus clientes que al morir la batería de sus iPod habían de comprar uno nuevo. La vida útil de estos aparatos oscilaba entre los 18 meses, es decir, cada año y medio se pagaba hasta 200€ para tener uno nuevo.

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Lo peor es que Apple se muestra como una gran empresa moderna, joven y avanzada, pero no tiene ninguna política medioambiental que permita devolver el producto para su reciclado y eliminación, hecho que es hipócrita y contraintuitivo. Entonces,  ¿dónde va a parar todo el material y los residuos electrónicos ya usados e inservibles?

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En África siempre ha de llover sobre mojado. Todos los aparatos que derrochan los países desarrollados acaban vertiéndose en Ghana como si se tratase de nuestro vertedero particular. Hasta allí llegan periódicamente cientos de contenedores bajo la etiqueta de ‘material de segunda mano’ con el cándido motivo de reducir la brecha digital y al final acaban ocupando el espacio de los ríos o los campos de juego de los niños porque los aparatos están completamente intratables. “Lo bueno”, es que si estos niños pasan horas rebuscando entre la chatarra y obtienen algo de metal, quizá puedan comer durante una semana. Parece que jamás podrá coexistir un mundo de negocios con un mundo ecológico ya que el objetivo de la obsolescencia programada es el lucro económico inmediato, por lo que el cuidado y respeto del aire, agua, medio ambiente y, por ende, el ser humano, pasa a un segundo plano de prioridades. Pero al fin y al cabo somos nosotros, los mejores, los grandes del primer mundo, los ricos, los que dependemos de los objetos para nuestra identidad y autoestima y hacemos posible, casi sin tener consciencia, tal espectáculo devastador.

Sonia Ramírez, exalumna de l’Institut. (Article reeditat)

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