Gato por liebre

Decía a mis alumnos de Filosofía: sospechad de aquellos que en su discurso repiten el latiguillo “es evidente que…” Con ello –proseguía mi comentario– están muy probablemente defendiéndose de toda crítica. Y es que no hay nada mejor que tomar al interlocutor por mero cómplice pasivo, esperando su asentimiento o su silencio, o abusar de su ignorancia cuando convenga. Un modo demasiado usual de debatir falsamente consiste en colocar un muro de contención a un posible desacuerdo en forma de halo de autoridad: la evidencia. ¿Quién osaría oponerse a la evidencia?, ¿quién podría atreverse a dudar de aquello que todo bicho viviente debería ver con semejante claridad racional?, ¿quién se rebajaría a pasar por ignaro o paleto cuando alguien apela a la humana luz de la razón?

Con tal advertencia me interesaba mostrarles una de las muchas formas de dogmatismo imperante, aquel que hace pasar gato por liebre, esto es, opinión y creencia por saber. Ahora pretendo seguir el hilo de la reflexión que allí salía a la luz.

Lo primero sería, cómo parece lógico, intentar definir con la máxima precisión posible los términos en observación. Así, entenderemos por opinión un estado intermedio entre la ignorancia y el conocimiento caracterizado por afirmar algo sin tener el apoyo objetivo o argumental suficiente para lograr un asentimiento universal. A tal situación le acompañaría un estado subjetivo de duda o prevención, lejano al convencimiento o certeza absoluta. Su carácter suele ser efímero. Cuando la certeza subjetiva aumenta hasta convertirse en persuasión, aun careciendo de la posibilidad de justificarlo ante los demás de modo suficiente, hablamos de creencia. Si finalmente dispongo de certeza subjetiva y apoyo objetivo suficientes, hablamos de convicción y de saber. En este último caso puede anidar la verdad intersubjetiva, es decir, el encuentro entre racionalidades exigentes.

Por lo dicho pareciera que expresar una opinión debería ser esencialmente un acto de humildad y llegar a una verdad compartida el objetivo mismo de la razón humana. Sin embargo asistimos con frecuencia cada vez mayor a un endiosamiento de la opinión como sustituto del conocimiento cuando sólo es una prolongación narcisista del sentimiento o estado de ánimo personalísimos;  más aún, la opinión se torna un baluarte que debe resguardarse de cualquier crítica por ser intrínsecamente valiosa (básicamente, mi opinión debiera respetarse por ser mía más que por su tesis, interés o desarrollo; aquí late el prejuicio antiintelectualista de que todas las opiniones son respetables[1]). El principio de autoridad en versión individual. El conocimiento vestido de Juan Palomo. Que nadie la toque, a mi opinión, faltaría más.

¿Desde cuándo han son todas las opiniones respetables? Si tal cosa fuera posible, el parecer de un asesino sobre su cruel proceder o el escorado gusto del pederasta serían tan válidos como la demostración de un científico, la crítica de un filósofo o la tesis de un especialista sobre su particular objeto de consideración. Con ello habríamos culminado el trayecto hacia el idiotismo o el relativismo más extremo, donde lo justo y creíble para mí sería lo justo y verdadero en sí. El propio uso del término verdad quedaría desbaratado puesto que su propia esencia exige que lo que llamamos verdadero presente una faceta intersubjetiva (si algo es verdadero o razonable de creer lo es por justificarse como tal ante el tribunal de la razón humana). Ante este tribunal lo evidente se definiría precisamente por su incapacidad de torsión o modificación ante cualquier individualidad. En rigor, no puede sostenerse algo como verdadero por el simple hecho de que es evidente para mí.

Este narcisismo actual se ve ampliado por las posibilidades comunicativas de las redes sociales, al difundirse con avidez la opinión propia al resto del mundo. Lo que en principio sería la culminación del sueño del diálogo universal y la democracia directa de la palabra se está convirtiendo en una auténtica pesadilla. Jamás como ahora calumniar, suplantar, difundir infundios, hablar sin razones, caricaturizar argumentos, generar puro ruido, insultar y mentir salieron más baratos. El número de mensajes aumenta en proporción inversa a las molestias que nos tomamos para verificar su autor y valorar su contenido. Las noticias falsas discurren camufladas entre alguna de verdadera. Los encuentros en twitter (esa inmensa barra de bar donde cabe decir lo primero que a uno se le ocurre y hacerlo en forma de escueto titular) y en otros foros se van homogeneizando hasta concitar solamente ciertas opiniones, confirmando en bucles de proporciones gigantescas nuestras ideas y gustos (el conocido y peligroso efecto burbuja o cámara de eco que estrecha nuestra visión de la realidad y nos conduce por pasillos digitales que nos aíslan de lo discordante). La víctima de esta nueva realidad es la verdad y lo paradójico es que lo objetivo se ha situado en el terreno de la voluntad (“quiero creer, debe ser así”) más que en el del conocimiento. El poder abrumador del “zasca” se impone sobre la penosa tarea de la argumentación. Gatos corren como liebres.

Nunca habían campado los prejuicios tan a sus anchas como en estos medios digitales. Un prejuicio es la forma espontánea de la certeza, la máscara infantil de la verdad asumida sin esfuerzo crítico ni mérito que habita en nuestra mente por la simple fuerza de la costumbre, la tradición o la autoridad[2]. De ahí su simpleza y comodidad. Sólo con una labor heroica puede uno deshacerse de ellos: con la adquisición de información solvente más la reflexión crítica y el diálogo racional. Si mis prejuicios y ocurrencias encuentran fácil eco confirmatorio en el océano de las opiniones infinitas en la red, si no se ven forzados a ser sustituidos por ideas de mejor calidad y si no son criticados de forma argumentada, podrán sobrevivir y solidificarse en igualdad de condiciones que cualquier banalidad o superchería, hasta el punto de convertir al que los sostiene en un fanático o extremista pagado de sí mismo. Y esto es lo que está ocurriendo en esta nueva realidad posmoderna. Cada cual puede llevar su mochilita de creencias subjetivas como un marco de ideas incontestables desde el cual configurar y confirmarse el mundo que más le apetece. Seguridad, simpleza y comodidad ganan por goleada a la duda prudente, a la modesta y fatigosa lucha por el conocimiento. Las ideologías como marcos prefabricados de ideas se imponen a la mentalidad abierta y agónica del que busca el más mínimo destello de la verdad.

Otro efecto de la hipercomunicación de nuestro tiempo es la sustitución de la palabra de los especialistas por la de los opinadores, hecho que nos aleja del rigor y la objetividad deseables a la hora de configurar nuestra imagen de las cosas. Comentaristas y tertulianos de profesión llenan horas de cháchara injustificada en radios, televisiones y canales de internet. Pueden opinar de todo, naturalmente sin ningún reparo por su parte, y defender cualquier tesis, especialmente la que más adecuada resulte a su papel asignado en el falso debate (normalmente ya sabemos qué va a decir cada participante) para el que han sido contratados o la que mejor coincida con la línea editorial de quien les paga. Con cuatro lugares comunes, alguna gracieta y dos titulares pueden darse por satisfechos en su actuación. Una vez alcanzada la fama, su palabra valdrá más por quién la sostiene que por lo que pueda tratar. Volvemos a la autoridad y al puro argumento ad hominem. A la verdad ni se la busca ni se la espera. Cuando la fuerza de la persuasión o la simple preferencia se imponen aparece la posverdad. Los sabios y los auténticos expertos pueden ser puestos en duda y hasta ridiculizados por un endiosado creador de opinión cuando éste dispone de suficiente poder mediático o seguidores entregados[3].

El criterio final de la verdad en la posmodernidad acaba siendo la cantidad y no la calidad. Cientos de miles de deditos en alto (like) son el mejor índice de la verdad en nuestros días. Jamás fue tan claro advertir cómo el sentimiento o la inercia del rebaño sustituyen fácilmente a la razón. El sentimiento inefable se suma por obra estricta de odios y simpatías a correligionarios de todo el mundo (como algún periodista ha dicho atinadamente “una parte de la sociedad y de la política reducida a la condición de hinchada”[4]). El agrado y desagrado son los nuevos tribunales de lo verdadero, lo bueno y lo deseable. ¿Cómo no puede ser verdadero o bueno algo que convence o agrada a tanta gente? Lo viral como índice de un nuevo sentido común, la nueva evidencia gregaria, lo real. Es más, si esta realidad no gusta, tranquilos, tendremos a unos cuantos clics de distancia otra de mejor, aunque igual de evidente e igual de efímera. Cosas de la voluntad ingobernable y caprichosa de tanto eterno adolescente.

Acababa defendiendo ante mis alumnos que la Filosofía, contrariamente a lo expuesto, es precisamente el esfuerzo constante por el conocimiento que se vive casi siempre como un amor desagradecido. Al rigor de la pregunta y a la angustia de las dudas constantes sólo se le ofrecen más preguntas todavía, acaso tímidas respuestas y muy pocas seguridades. Nada apaga la sed del filósofo, nada colma su afán y probablemente nada puede librarle de cierta soledad en su atalaya de rebeldía. Pero en el camino mismo del pensar crítico y a pesar de la constatación de nuestros límites, habremos aprendido a moderar nuestra autocomplacencia y a desconfiar de lo fácil. Tal vez no haya verdad metafísicamente considerada y por ello deberemos persistir aún más en nuestra indagación atenta, conscientes de que siempre habrá alguien que querrá llenar ese hueco para ofrecernos su golosina tentadora. Con el ejercicio de la Filosofía, pues, dejaremos al menos de adorar sucedáneos edulcorados de la verdad y tantos trampantojos de la evidencia para denunciar libres y perfectamente humanos dondequiera que haya gato por liebre.

Javier Hernández, profesor de Filosofia.

[1] Hay un excelente libro donde se analizan este y otros muchos tópicos que corren libremente por nuestras discusiones cotidianas. Se trata del libro Tantos tontos tópicos, de Aurelio Arteta, ed. Booket, nº 3364.

[2] Sobre este punto recomendamos un texto clásico de José Ortega y Gasset: Ideas y creencias. En el texto se nos recuerda con acierto que “Las ideas se tienen; en las creencias se está”.

[3] Inevitable evocar aquí el Mito de la Caverna platónico, especialmente cuando el esforzado filósofo retorna a la oscuridad de la cueva para iluminar a sus antiguos compañeros y sacarlos del engaño en el que viven. Allí sin embargo es objeto de burla, tratado como un loco y hasta es amenazado por los prisioneros que viven engolfados en la ilusión que se ofrece ante sus ojos tan bien acostumbrados a la penumbra.

[4] Ver el artículo de crítica teatral de Lucas, Antonio: “Vender Las Meninas” en el Diario El Mundo, 5 de enero de 2018

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